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Karol Wojtyla había aprendido a hacerle sitio al sufrimiento, en cuanto también es parte de la existencia humana, y, por tanto, sabía convivir con el dolor, con la enfermedad. Esto se debía, ante todo, a su espiritualidad, a la relación personal que había estrechado con Dios. "Deseo seguirlo...", iniciaba su testamento. Querría seguir al Señor, ésa era su elección fundamental, y por ello había comprendido que la vida es un don que hay que vivir totalmente, plenamente, hasta el fondo, y aceptaba cuanto Dios le reservaba.
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Además, hay que recordar que había conocido el dolor desde niño. Había perdido muy pronto a sus padres y a su hermano. Había sufrido un grave accidente cuando un camión alemán lo atropelló. Muchos de sus amigos desaparecieron en la guerra. Y había padecido bajo el nazismo, primero, y luego, con todas las responsabilidades que tenía como obispo, bajo el régimen comunista.
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Igual que hay que recordar -ya siendo Papa- el dramático suceso del atentado. El dolor que experimentó entonces no se redujo al que sufrió cruelmente en su carne, al que le llevó ante las puertas mismas de la muerte; estaba también ese otro dolor, el que siente quien ha sido herido en el espíritu, en lo más profundo de sí mismo, quien no consigue entender por qué otro hombre ha apuntado una pistola contra él con la intención de asesinarlo. A él, que siempre había estado en contra de la violencia. De todo tipo de violencia.
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Recuerdo que cuando abandonamos el Gemelli dijo que le estaba agradecido a Dios por haberle salvado la vida, pero también porque le había concedido formar parte de la comunidad de os enfermos que sufrían allí, en aquel hospital. ¡¿Entendido?! Durante esos días se había sentido realmente enfermo, había experimentado el dolor de verdad, también porque había sido una experiencia compartida con otros. Y de esa experiencia surgió la carta apostólica Salvifici Doloris, en la que el Santo Padre expresaba el sentido profundo del sufrimiento que, vivido con Cristo muerto sobre la cruz y resucitado, asume un valor inmenso en el plano de la fe, convirtiéndose en un bien espiritual para la Iglesia y para el mundo.
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Lo había hecho ya el día en que inauguró su pontificado, cuando pidió que en primera fila se sentasen los enfermos. Pero lo hizo todavía más después de su estancia en el hospital. En las visitas a las parroquias, en los viajes, siempre quería tener un encuentro con los enfermos, con los que sufrían, con los minusválidos. En San Francisco cogió entre sus brazos a un pobre niño enfermo de sida. En una leprosería coreana besó a un hombre aquejado de esa terrible enfermedad. De esta forma, el Papa quería recordar a aquellos que sufren, pero también quería recordarle a nuestro mundo egoísta el valor que tiene ante los ojos de Dios el sufrimiento vivido con Cristo. Quería recordar que el sufrimiento puede ser aceptado sin que por ello se pierda la dignidad.
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En resumen, el Santo Padre soportaba con gran serenidad y paciencia, con gran virilidad cristiana, podría decirse incluso, el dolor físico, las enfermedades, mientras continuaba cumpliendo tenazmente su misión. Pero, y esto era lo que más me impresionaba, nunca dejó que sus malestares físicos fueran un peso para los demás. No lo fueron para nosotros, que vivíamos junto a él. Y no lo fueron "fuera", para los creyentes, para los pueblos que iba a visitar. Hasta el punto de que estoy convencido de que mucha gente apenas si sabía algo, por no decir nada, de ese tema.
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De todas formas, él no tenía inconveniente de hablar en público de sus molestias. ¿Se acuerda de aquel Angelus, en julio de 1992? ¡Les dijo a fieles reunidos en la plaza de San Pedro que esa tarde iba a ingresar en el Gemelli para someterse a unas pruebas! Un Papa que, aunque no entrase en detalles, contaba que le iban a operar de un tumor en el intestino. No sólo no ocultaba sus enfermedades, sino que bromeaba sobre el asunto. Como cuando empezó a decir, después de numerosos ingresos, que el Gemelli era el "Vaticano III".
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Éste era Karol Wojtyla, con toda su humanidad y toda su espiritualidad. Y lo ha sido -a pesar de que su imagen externa se pareciese cada vez más a la de un pobre enfermo- también cuando la enfermedad comenzó a hacer estragos en su persona. También cuando él, justo él, que había recorrido los caminos del mundo, se vio atado a una silla de ruedas. También cuando su voz, la voz con la que había proclamado el Evangelio por todas partes, empezó a hacerse cada vez más débil, más entrecortada, hasta que fue incapaz de hablar, de tragar. Y también cuando su mirada, aquella mirada con la que te penetraba hasta lo más profundo, haciéndote sentir toda la atención que en esos momentos te dedicaba a ti, y sólo a ti, empezó a descubrirle un rostro cada vez más rígido, inexpresivo...
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Sin darme cuenta he llegado al final, a la víspera del final. Pero debo recordar que la enfermedad, aquella terrible enfermedad, había empezado a manifestarse desde hacía mucho tiempo. Desde 1991, cuando aparecieron los primeros síntomas, el progresivo temblor de los dedos de la mano derecha. Y luego en 1993, cuando el Santo Padre se cayó al suelo, sufriendo una luxación en el hombro derecho, caída que el doctor Buzzonetti achacó a una pérdida del equilibrio debida a un síndrome neurodegenerativo de naturaleza extrapiramidal. Es decir, a la enfermedad de Parkinson.
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Cuando el médico me habló de ello fui consciente de la gravedad del asunto, pero, a tenor de las informaciones recibidas, intenté darle importancia a su aspecto menos dramático, es decir al hecho de que la enfermedad, cogida a tiempo, aunque no fuera a remitir, sí podría cursar de forma muy lenta, muy gradual. Por otro lado, tampoco el Santo Padre se mostró especialmente afectado cuando le informó Buzzonetti. Sólo le pidió algunas explicaciones, asegurándole que iba a poner todo de su parte para que le pudieran curar, pero que quería continuar asumiendo su misión.
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Quizá fue también por esto, porque el Papa iba a seguir adelante con todos sus compromisos, por lo que no se hizo pública enseguida la noticia de su enfermedad. Pero, según pasaron los meses, los años, la enfermedad empezó a minar visiblemente el cuerpo del Santo Padre, sus capacidades físicas y, consecuentemente, el ejercicio de su ministerio pastoral se vio afectado sobre todo durante los viajes. Había aceptado ralentizar el ritmo, disminuir el número de encuentros. Pero, con el paso del tiempo (inicialmente, quizá, más como consecuencia de una operación de cadera que por el Parkinson en sí), se vio cada vez más obligado a que lo llevaran, a que los "transportaran" de un lugar a otro. Y esto era lo que más le angustiaba, como se deducía por algunos gestos de impaciencia, porque la falta de autonomía en los movimientos le suponía un obstáculo para tener una relación directa, inmediata, con la gente.
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Era la época en la que, en los periódicos, se criticaba la denominada "exhibición" de sus sufrimientos. Se opinaba que el Papa, en esas condiciones, haría mejor en disminuir el número de sus apariciones en público, en quedarse más tiempo en el Vaticano. A decir verdad, aquellas críticas me hirieron mucho más a mí y a cuantos estaban cerca del Santo Padre que a él. Él no le daba importancia alguna a aquellas voces. En su momento -como ya he explicado- el Papa se había planteado el problema de si dimitir o no, llegando a la conclusión de que, mientras el Señor le concediera fuerzas, proseguiría con su misión.
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Mientras, se preparaba para el gran paso. Es más, llevaba preparándose desde hacía mucho tiempo. Basta con leer su testamento. Empezó a escribirlo durante los ejercicios espirituales de marzo de 1979, pocos meses después de su elección, y siguió poniéndolo al día, siempre en las mismas circunstancias, hasta el año 2000. Cada nueva redacción constituía un examen de conciencia, un balance de cuentas consigo mismo. Pero, sobre todo, era la ocasión de reiterar que estaba listo para presentarse ante el Señor, para devolverle la vida que le había dado. Una disposición serena, convencida, total.
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Por lo tanto, nunca le tuvo miedo a la muerte, ni siquiera cuando empezó a divisar en lontananza el umbral que debería cruzar para encontrarse con Dios. Se hacía llevar con frecuencia a la capilla, donde permanecía largo rato hablando con el Señor. Y en esos momentos, viéndolo rezar, se entendía perfectamente lo que había dicho San Pablo acerca de que soportar el sufrimiento es una forma de completar, en lo que atañe al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, lo que le faltó a la pasión de Jesucristo.
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A finales de enero de 2005, Juan Pablo II volvió a encontrarse mal. El último domingo del mes, durante el Angelus, le costó mucho trabajo hablar, tenía la voz ronca. Al principio, se pensó que era sólo un resfriado, pro su estado se agravó en pocas horas. Los médicos dijeron que se trataba de una laringotraqueitis aguda con crisis de laringospasmo. La noche del 1º de febrero, durante la cena, el Santo Padre no conseguía respirar. Intentamos ayudarle, pero el cuadro no remitía, se impuso volver a ingresarlo en el Gemelli.
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Se repuso con rapidez. El 9 de febrero era el primer día de la Cuaresma. Concelebró la Eucaristía, bendijo las cenizas y yo mismo se las impuse. Debía ser un momento de contrición, de arrepentimiento, pero al ver cómo se estaba reponiendo sentí una gran felicidad en mi interior. Al día siguiente, volvió a casa.
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Desgraciadamente, no tardó en recaer. Al Santo Padre le costaba cada vez más respirar, tanto de día como de noche. Le resultaba muy penoso, sobre todo, inspirar; al respirar emitía un ruido agudo y al mismo tiempo cavernoso. La noche del 23 de febrero fue dramática . Una nueva crisis descompuso el cuerpo del Papa, rozando la asfixia. En la cena estaba con él un viejo amigo, el cardenal Marian Jaworski, arzobispo de Leópolis de los Latinos; se quedó tan impresionado que quiso administrarle enseguida la unción de los enfermos a "su" Karol. La situación empeoró a lo largo de la noche, por lo que al día siguiente se decidió ingresarlo nuevamente en el Gemelli.
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Los cuidados médicos, sin embargo, ya no bastaban. Ya no bastaban más. Buzzonetti, de común acuerdo con sus colegas, decidió que era urgente y necesario practicarle una traqueotomía para garantizarle al Papa aire suficiente y evitarle una nueva crisis de ahogos. Se lo comunicaron, él se volvió hacia mí y, al oído, me pidió que les preguntara a los médicos si no podían posponer la intervención hasta la vacaciones de verano; ante la reacción general, dio inmediatamente su consentimiento. Y, una vez más, salió a relucir su sentido del humor. Buzzonetti intentaba tranquilizarlo: "Santidad, será una operación muy sencilla". Y él: "¿Sencilla para quién?".
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Naturalmente, le habían advertido que después de la operación no podría hablar durante un cierto tiempo. Fue más tarde, apenas salió de la anestesia, cuando fue plenamente consciente de los que implicaba aquella carencia. Hizo un gesto, y entendí que quería escribir algo. Le acerqué un folio y un bolígrafo, y él, con letra algo titubeante, logró estampar unas pocas palabras: "¡Lo que me han hecho! Pero... ¡totus tuus!". Quería expresar toda su angustia por carecer de voz, pero también su voluntad de abandonarse totalmente en manos de la Virgen.
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Fuente: "Una vida con Karol" de Stanislao Dziwisz
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