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Ofrecemos la tercera y última parte del artículo “Los innovadores perfiles canónicos del Motu Proprio Summorum Pontificum sobre el uso de la Liturgia romana anterior a la reforma de 1970” de Don Antonio Sánchez Gil.
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Así, sobre la base de una terminología y de una lógica propia de las normas jurídicas, el Misal Romano y los otros libros litúrgicos han sido hasta ahora implícitamente considerados –al menos en el debate sobre la “cuestión litúrgica”– como si fuesen cuerpos de leyes que definen el derecho común o general, cuya promulgación comportaría, sobre la base exclusiva del can. 20 del Código de 1983, la completa abrogación de los libros precedentes, prohibiendo y haciendo ilícito su posterior uso, posible sólo excepcionalmente mediante la concesión de un indulto confiado a la discreción de los Obispos. Obviamente, está fuera de mi competencia en materia litúrgica hacer una valoración completa sobre la pertinencia de aplicar este modo de hablar y razonar –quizás adecuado, aunque no completamente según mi modo de pensar, a las normas jurídicas– al Misal Romano y a los otros libros litúrgicos. Pero siento el deber de llamar la atención sobre los peligros que comporta utilizar una terminología y una lógica jurídico-normativa propia del mundo del derecho –en el que los términos tienen un sentido técnico, preciso y peculiar– en ámbitos que no son precisamente jurídicos.
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En este sentido, hablar de “promulgación” para referirse a documentos que, como en el caso de un Misal o de un Ritual, no son leyes en sentido formal ni contienen normas propiamente jurídicas, podría conducir –como parece que ha sucedido– a considerar que se puede renovar la sagrada Liturgia y reformar los libros litúrgicos como se reforman las leyes y las materias jurídicas. Pero las materias jurídicas siguen una lógica propia y reciben un tratamiento normativo –una técnica legislativa– que muy probablemente no se puede aplicar tout court a materias que, como la sagrada Liturgia, siguen una lógica diferente.
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Ciertamente, la promulgación de un nuevo Misal no cambia su naturaleza de libro litúrgico para transformarlo en ley, ni mucho menos cambia su contenido –que consta de rúbricas y oraciones: el rito a seguir en la celebración de la Santa Misa– transformando las “normas litúrgicas” o las oraciones en “normas jurídicas”28. Aunque este acto tiene ciertamente efectos normativos, en cuanto determina el Misal a seguir en la celebración eucarística, es sin embargo muy probable que un acto de este tipo actúe de forma diferente al modo como actúa la promulgación de una ley.
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Análogas consideraciones podrían hacerse respecto a la “promulgación” de un nuevo Catecismo o de una nueva edición de la Biblia. Tal vez precisamente estos ejemplos –que tienen, no obstante, un valor puramente analógico– sirvan para ilustrar lo que quiero decir. Si la aprobación y la “promulgación” de un nuevo Catecismo29 no actúa ciertamente del mismo modo en que actúa la promulgación de las leyes jurídicas sino según una lógica propia y diversa, en cuanto no sería razonable considerar abrogados y prohibidos los Catecismos precedentes; y si la declaración como “típica” y la “promulgación” de una nueva edición de la Biblia30, sigue una lógica propia y diversa, en cuanto sería insensato considerar abolidas y prohibidas las ediciones precedentes; es necesario plantearse seriamente la cuestión de si la “promulgación” de un nuevo Misal o de un nuevo libro litúrgico no sigue también un lógica propia, diversa a la de la promulgación de una nueva ley jurídica, de un nuevo Catecismo o de una nueva edición de la Biblia31.
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Desde esta perspectiva, pienso que es posible afirmar que la reforma litúrgica post-conciliar ha sido conducida y ejecutada, al menos en lo que respecta a la determinación del Misal y de los libros litúrgicos a usar, siguiendo un lógica jurídico-normativa algo rígida, de impronta casi “legalista”, inadecuada de por sí, no sólo para renovar y sustituir un cuerpo legal en la Iglesia sino también, con mayor razón, para renovar y sustituir los libros litúrgicos. Si luego, algunos liturgistas o canonistas piensan seriamente que la publicación de los libros litúrgicos debería en cambio seguir esa lógica, consideraré respetable su opinión pero no podré dejar de manifestar mi perplejidad y mis reservas32.
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También porque pienso que se trata de una lógica excesivamente normativo-positiva –de algún modo, “juridicista” y “normativista”– en la que no es posible dejar de advertir la influencia de cierta mentalidad “legalística” y “positivista”, predominante en el derecho secular, en la cual la ley es expresión de la voluntad del legislador33; una lógica que es con seguridad impropia en el derecho de la Iglesia, en particular en las materias en las que debería seguirse una lógica diversa34. Quizás también se debe al influjo de esta mentalidad el modo en que en que a veces es interpretado el ejercicio de la autoridad y de la potestad en la Iglesia: sea de la autoridad y la potestad suprema del Romano Pontífice, sea de la autoridad y la potestad de los Obispos diocesanos35. Algunos autores, seguramente con las mejores intenciones, han intentado justificar la decisión del Papa Benedicto XVI de “volver a poner en vigencia” la liturgia precedente a la reforma litúrgica, afirmando su potestad suprema y plena en la materia. Una potestad que podría ejercer libremente, también para cambiar el sentido de una decisión de los Padres precedentes. Si el Papa Pablo VI tenía potestad para hacer una cosa, también el Papa Benedicto XVI tendría la misma potestad para hacer una cosa distinta.
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Tal vez estamos demasiado acostumbrados a oír hablar de la autoridad y de la potestad suprema de la Iglesia en términos excesivamente “jurídico-normativos” y hasta “políticos”, como si el Sumo Pontífice fuese el último Monarca absoluto que ejercería una potestad plena, suprema y casi absoluta, obviamente por el bien de la Iglesia y con la garantía del carisma de la infalibilidad que lo protegería de errar o de caer en la arbitrariedad. Ciertamente, el Papa es la autoridad suprema y goza de potestad suprema sobre la Iglesia, pero es “suprema” sólo en el sentido de estar por sobre todas las otras autoridades en la Iglesia, no en el sentido de ejercer una potestad absoluta y sin límites, como un Monarca del pasado36 que puede hacer lo que quiere y cuya voluntad es ley. En realidad, el Papa, como Obispo de Roma y Sumo Pontífice, es también el Supremo Custodio del “depositum fidei, contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura”37, y debe ejercer la suprema autoridad y la potestad plena y suprema dentro de límites precisos y, en materia litúrgica, con la finalidad de preservar y custodiar la Liturgia, “elemento constitutivo de la santa y viva Tradición de la Iglesia”38. Una finalidad que no es tan diferente de la que tienen las autoridades inferiores porque toda autoridad en la Iglesia debe ser ejercida con esta finalidad. Y tanto el Papa como los Obispos, hasta el último celebrante, deben respetar el misterio de la Liturgia, que no es otro que la celebración del misterio de la salvación, es decir, el Misterio pascual de Cristo.
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A este propósito, me parece útil recordar una vez más la doctrina católica en esta materia: “Ni siquiera la autoridad suprema de la Iglesia puede cambiar la Liturgia a su discreción sino únicamente en la obediencia de la fe y en el religioso respeto del misterio de la Liturgia”39. En consecuencia, ni el Papa Pablo VI podía hacer lo que quería ni el Papa Benedicto XVI puede hacer lo que quiere. En realidad, ambos han querido hacer –como los Sumos Pontífices del pasado, significativamente invocados desde las primeras palabras del Motu Proprio– aquello que también el Concilio Vaticano II quería hacer cuando “expresó el deseo de que la debida y respetuosa reverencia respecto al culto divino, se renovase de nuevo y se adaptase a las necesidades de nuestra época”40.
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En este contexto, pienso que la nueva normativa, además de contener reglas más adecuadas y detalladas sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma, permite plantear la “cuestión litúrgica” con una lógica específicamente teológica y litúrgica. Esto es, según mi opinión, la principal ventaja de la nueva formulación contenida en el art. 1 del Motu Proprio. No se trata ya de considerar los dos Misales Romanos como las dos formas “en vigencia” de celebrar la Santa Misa, una junto a la otra como si fuesen sistemas jurídicos paralelos e incomunicables, sino más bien como dos expresiones litúrgicas de la lex orandi de la Iglesia en el Rito romano41, que pueden enriquecerse mutuamente y que no implican de por sí una división en la lex credendi42. EL Misal Romano promulgado por el Papa Pablo VI después del Concilio Vaticano II continúa siendo la expresión ordinaria –y, en consecuencia, prevalente– del Rito romano, que todos deben aceptar y ser capaces de usar43; el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente editado por el Beato Juan XXIII es considerado, en cambio, la expresión extraordinaria –y, en consecuencia, subsidiario– del mismo Rito romano, que es posible usar siguiendo las condiciones establecidas en el Motu Proprio.
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Se trata, en definitiva, de un nuevo enfoque que debería facilitar la superación de la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” de las reformas iniciadas por el Concilio Vaticano II, dando lugar a una “hermenéutica de la reforma”44. Y debería conducir a una reconciliación que podría empezar por una serena reflexión sobre la presente intervención del Romano Pontífice, en la cual, observando bien, es imposible no constatar una expresión de la misma idea de reforma de la Iglesia y de la sagrada Liturgia que, en diversas formas, han manifestado los Romanos Pontífices, los del pasado y los contemporáneos, antes, durante y después del Concilio Vaticano II45. Una idea de reforma según la cual se debe siempre buscar una “renovación en la línea de la tradición”46, sin divisiones ni rupturas, llegando a una síntesis entre nova et vetera, en la conciencia de que la Iglesia es un “sujeto vivo”, que se expresa en su santa y viva Tradición. Una reforma, entonces, que cuando se refiere a la Sagrada Liturgia debe ser hecha con particular atención y después de “una exhaustiva investigación teológica, histórica y pastoral” y en el respeto de las “leyes generales de la estructura y del espíritu de la Liturgia”, como había establecido expresamente el Concilio Vaticano II47.
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NOTAS
[28] Como se sabe, el término “norma” es polisémico y adquiere diversos significados según el contexto. Mientras las “normas jurídicas” (civiles o canónicas, procesales, penales o administrativas, legales o consuetudinarias, etc.) se refieren a las relaciones de justicia y al orden social justo, las “normas litúrgicas” – por ejemplo, las indicaciones de la Institutio generalis Missalis Romani o las consideradas “rúbricas” – se refieren al rito sagrado a seguir en las celebraciones, y aunque tienen una peculiar dimensión jurídica, no pueden ser consideradas como normas jurídicas tout court. Si las normas jurídicas deben ser observadas por razones de justicia – en algunos casos de mera justicia legal, aunque no sólo -, las normas litúrgicas deben ser observadas por razones que van más allá de la justicia - y ciertamente más allá de la justicia legal – como son, principalmente, la obediencia de la fe – y del amor – y el religioso respeto y la veneración de los sagrados misterios que son representados en los ritos sagrados (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1125; Benedicto XVI, Exhort. Apost. post-sinodal Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, nn. 38 e 40, en AAS 99, 2007, 105-180).
[29] En el original latino: “probavimus (…) iubemus promulgationem (…) publici iuris facere”, en el documento con el que se declara la aprobación y se ordena la publicación y promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica redactado después del Concilio Vaticano II, “para que les sirva como texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica, y sobre todo para la elaboración de los catecismos locales” (Juan Pablo II, Const. Apost. Fidei depositum, 11 de octubre de 1992, en AAS 86, 1994, 113-118).
[30] En el original latino: “editionem typicam declaramus et promulgamus», en el documento de publicación y promulgación de la tercera edición de la Nova Vulgata de la Sagrada Biblia, preparada siguiendo las indicaciones del Concilio Vaticano II para ser usada en la Sagrada Liturgia latina y poder servir de referencia a las traducciones en lengua vernácula destinadas al uso litúrgico y pastoral, y como fundamento para los estudios bíblicos (cfr. Juan Pablo II, Const. Apost. Scripturarum thesaurus, 25 de abril de 1979, en AAS 71, 1979, 557-559). Debe entenderse, obviamente, en un modo compatible con la libertad de investigación de los biblistas y en conformidad con las explícitas indicaciones de la Santa Sede acerca de las traducciones de los textos destinadas al uso litúrgico, los cuales deben ser compuestos directamente “desde los textos originales: esto es, del latín para los textos litúrgicos de composición eclesiástica, y del hebreo, arameo, o griego, cuando se dé el caso, para los textos de las Sagradas Escrituras” y considerando que la Nova Vulgata es “una ayuda para mantener la tradición de interpretación propia de la liturgia latina, como se dice en otro lugar de esta misma Instrucción” (Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Liturgiam authenticam, 28 de marzo de 2001, n. 24, en AAS 93, 2001, 685-726).
[31] Ciertamente, es tradicional y legítimo hablar de “promulgación” en todos estos casos porque se trata, a pesar de todo, de un acto que tiene valor “normativo” pero, en mi opinión, está bien considerar que se trata de un término análogo que debe entenderse, en todo caso, según la naturaleza peculiar de las “normas” que son emanadas, las cuales tendrán un ámbito de aplicación y deberán seguir una herméutica coherente con la materia que pretenden regular.
[32] Especialmente después de que se ha hablado tanto en estas décadas de la superación de la “rigidez” – verdadera o presunta - del derecho canónico y de la aplicación – o inaplicación - “pastoral” del derecho de la Iglesia. Hay que recordar, además, que la rígida lógica “normativa” adoptada en la determinación del Misal y de los libros litúrgicos a utilizar es luego sustituida con una lógica “anti-normativa” cuando se trata de interpretar las normas litúrgicas en ellas contenidas, mediante una aplicación “flexible y creativa” que ha llevado a exageraciones que van claramente más allá de las normas litúrgicas, y a la difusión de celebraciones litúrgicas “hechas por ti”, en evidente contradicción con la máxima lex orandi, lex credendi.
[33] De cara al error positivista de considerar la ley como simple expresión de la voluntad del legislador, es necesario considerar que la ley, más que un acto prevalentemente de la voluntad, es un acto de la razón, por el cual se ordena aquello que es justo y racional, y no lo contrario.
[34] Evidentemente es distinto reformar la disciplina eclesiástica en materia patrimonial y organizativa, en la que tal vez es posible seguir una lógica eminentemente jurídica – aunque no “juridicista” o “normativistica” –siempre en el respeto de la doctrina católica en la materia, que reformar la sagrada Liturgia en la que debe prevalecer una lógica teológica y litúrgica, respetuosa de la doctrina católica sobre la Liturgia y de la especificidad de la dimensión jurídica de las cosas sagradas. Cfr., en este mismo número de Ius Ecclesiae, M. Del Pozzo, Dal diritto liturgico alla dimensione giuridica delle cose sacre: una proposta di metodo, di contenuto e di comunicazione interdisciplinare.
[35] Como afirma la disciplina canónica: “El Obispo de la Iglesia Romana (…) goza en la Iglesia de suprema, plena, inmediata y universal potestad ordinaria, la cual siempre puede ejercer libremente” (can. 331 CIC; cfr. can. 332 § 1). “Al Obispo diocesano compete (… ) toda la potestad ordinaria propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral, exceptuadas aquellas causas que por el derecho o bien por decreto del Sumo Pontífice se reserven a la autoridad suprema o bien a otra autoridad eclesiástica” (can. 381 § 1). Pero, sea la potestad “suprema y plena” del Obispo de Roma, sea “toda la potestad” – no obstante, “no suprema” y “no plena” – del Obispo diocesano, deben ser ejercidas en el respeto de la doctrina católica en cada materia y en conformidad con la naturaleza de las cosas.
[36] O como algunos Parlamentos de Estados democráticos del presente en los que parece que la “Monarquía absoluta” ha sido sustituida por una suerte de “Democracia absoluta”, en la cual la mayoría parlamentaria podría decidir aquello que quisiera, no sólo en contra de la minoría sino también en contra de la naturaleza de las cosas.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 84. Depositum fidei que ha sido confiado no sólo al Papa y a los Obispos sino a la totalidad de la Iglesia (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica nn. 84-93).
[38] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1124. Ver arriba, en la nota 13, las consideraciones del Cardinal Ratzinger sobre los límites del poder de la suprema autoridad de la Iglesia en la reforma de la Liturgia. Como es evidente, mis reflexiones no son más que una aplicación de las suyas.
[39] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1125.
[40] Motu proprio, preámbulo.
[41] Aunque el art. 1 del Motu Proprio habla indistintamente de Rito romano y de Rito latino, quizás resulta más preciso decir Rito romano, para evitar confusiones con otras expresiones del Rito latino no romano, como son el Rito ambrosiano y el Rito mozárabe.
[42] Como afirma el Catecismo: “La riqueza insondable del Misterio de Cristo es tal que ninguna tradición litúrgica puede agotar su expresión. La historia del nacimiento y del desarrollo de estos ritos testimonia una maravillosa complementariedad. Cuando las iglesias han vivido estas tradiciones litúrgicas en comunión en la fe y en los sacramentos de la fe, se han enriquecido mutuamente y crecen en la fidelidad a la tradición y a la misión común a toda la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1201); y, retomando la enseñanza conciliar: “Las tradiciones litúrgicas, o ritos, actualmente en uso en la Iglesia son el rito latino (principalmente el rito romano, pero también los ritos de algunas iglesias locales como el rito ambrosiano, el rito hispánico-visigótico o los de diversas órdenes religiosas) y los ritos bizantino, alejandrino o copto, siriaco, armenio, maronita y caldeo. «El sacrosanto Concilio, fiel a la Tradición, declara que la santa Madre Iglesia concede igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios» (SC 4)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1203).
[43] Como afirma el Papa: “Obviamente para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de las Comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio, excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería coherente con el reconocimiento del valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo” (Carta, § 10). Permanece problemática y necesitada de ulteriores aclaraciones, la situación de aquellas comunidades que parecen excluir, en línea de principio, la celebración con el nuevo Misal. Cfr. Pontificia Comisión Ecclesia Dei, Decreto de erección del Instituto del Buen Pastor como sociedad apostólica de derecho pontificio teniendo como rito proprio la liturgia romana antigua, 8 settembre 2006 (Prot. N. 118/2006), donde la Comisión “confiere a los miembros del Instituto el derecho de celebrar la sagrada liturgia utilizando, realmente como su rito propio, los libros litúrgicos en vigencia en 1962, es decir, el Misal Romano, el Ritual Romano y el Pontifical Romano para conferir las órdenes, y también el derecho de recitar el oficio divino según el Breviario Romano editado el mismo año”. A mi modo de ver, tal disposición es claramente superada – también bajo el perfil terminológico – por el nuevo Motu Proprio, que en lugar de “derecho” de celebrar o recitar, habla de “posibilidad” de usar (cfr. artt. 2-3; 5), de “permiso” o “licencia” de celebrar o de usar (cfr. art. 5 § 3 e 5; 9 § 1), de “facultad” de usar (cfr. art. 9 § 2) o de “licitud” de usar (cfr. art. 1; 9 § 3).
[44] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana con ocasión de las felicitaciones navideñas, 22 de diciembre de 2005, en AAS 98, 2006, 40-53.
[45] Conviene recordar, a este propósito, una parte del Discurso de apertura del Concilio Vaticano II pronunciado por el Beato Juan XIII el 11 de octubre de 1962 y citado por Benedicto XVI en el Discurso citado en la nota anterior: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado”(Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, I. Periodus Prima, Pars I. Sessio Publica I, Congregationes Generales I-IX, Ciudad del Vaticano 1970, 171-172).
[46] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apost. Vicesimus quintus annos, 4 de diciembre de 1988, en AAS 81, 1989, 897-918; cuyo primer capítulo tiene como título “Renovación en la línea de la tradición” (cfr. ibidem, nn. 3-4), donde el Papa Juan Pablo II, junto a los resultados positivos y a los grandes beneficios de la reforma litúrgica, afirmaba que “hay que reconocer y deplorar algunas desviaciones, de mayor o menor gravedad, en la aplicación de la misma”; en concreto: “se constatan, a veces, omisiones o añadiduras ilícitas, ritos inventados fuera de las normas establecidas, gestos o cantos que no favorecen la fe o el sentido de lo sagrado, abusos en la práctica de la absolución colectiva, confusionismos entre sacerdocio ministerial, ligado a la ordenación, y el sacerdocio común de los fieles, que tiene su propio fundamento en el bautismo. No se puede tolerar que algunos sacerdotes se arroguen el derecho de componer plegarias eucarísticas o sustituir textos de la Sagrada Escritura con textos profanos. Iniciativas de este tipo, lejos de estar vinculadas a la reforma litúrgica en sí misma, o a los libros que se han publicado después, la contradicen directamente, la desfiguran y privan al pueblo cristiano de las riquezas auténticas de la Liturgia de la Iglesia” (ibidem, n. 13).
[47] Con estas palabras: “Para conservar la sana tradición y abrir, con todo, el camino a un progreso legítimo, debe preceder siempre una concienzuda investigación teológica, histórica y pastoral, acerca de cada una de las partes que se han de revisar. Téngase en cuenta, además, no sólo las leyes generales de la estructura y mentalidad litúrgicas, sino también la experiencia adquirida con la reforma litúrgica y con los indultos concedidos en diversos lugares. Por último, no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes” (Const. Sacrosanctum concilium, n. 23). Indicación citada textualmente por el Papa Pablo VI en el Discurso al “Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra Liturgia”, 19 de abril de 1967, en AAS 59, 1967, 418-421, en el que valorando “los primeros resultados de la reforma litúrgica, los cuales son, bajo ciertos aspectos, verdaderamente consoladores y prometedores”, no dejó de manifestar su preocupación por los abusos ya entonces en acto: “Otro motivo de dolor y de preocupación son los episodios de indisciplina que en distintas regiones se difunden en las manifestaciones del culto comunitario y que asumen frecuentemente formas conscientemente arbitrarias, que algunas veces deforman totalmente las normas vigentes en la Iglesia, con grave perturbación de los buenos fieles y con inadmisibles motivaciones, peligrosas para la paz y el orden la Iglesia misma y por los ejemplos desconcertantes que ellos difunden. (…) Pero más grave causa de aflicción para Nos es la difusión de una tendencia a “desacralizar”, como se osa decir, la Liturgia (si aún merece conservar este nombre) y con ella, fatalmente, el cristianismo. La nueva mentalidad, de la que no sería difícil encontrar las turbias fuentes, y sobre la que se intenta basar esta demolición del auténtico culto católico, implica tales revoluciones doctrinales, disciplinares y pastorales, que Nos no dudamos en considerar aberrante; y lo decimos con pena, no sólo por el espíritu anticanónico y radical que gratuitamente profesa sino más aún por la desintegración religiosa que inevitablemente trae consigo” (traducción italiana en Insegnamenti di Paolo VI 5, 1967, 162-169).
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Texto original: Rinascimento Sacro
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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3 Comentarios:
Excelente artículo. Felicitaciones por el blog.
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Saludos,
AMDG
Chile
La misa de rito de forma extraordinaria, no es subsidiaria de la misa de ordinaria, sino que alternativa a esta siempre que además se cumplan los requisitos establecidos para su celebración en el Motu Proprio.
Saaludos,Gustavo
Magnífico artículo. A mí me parece muy significativo que el Papa en la “Summorum Pontíficum” haya expresado que la Misa antigua y la nueva son dos formas del mismo Rito Romano. La unidad esencial de este rito. Y me atrevo a suponer que su idea de reforma litúrgica está en la línea de acentuar esta unidad. Una convergencia entre ambas formas, con pluralidad de variantes. Si me permiten hacer liturgia-ficción.
Y creo que todos deberíamos ser más conscientes de esta unidad, porque a primera vista una y otra forma parecen mucho más diferentes de lo que son en realidad. Los fieles lo veríamos mucho más claro si frecuentásemos la misa “nueva” en latín y con el canon romano. (Y por supuesto dicha con la debida reverencia, unción y sujeción a las rúbricas). Pero tenemos pocas ocasiones, y esto se debería enmendar en cumplimiento de la letra y el espíritu de la “Sacrosanctum Concilium”.
La catequesis de niños debería incluir siempre, como manda el Concilio, una preparación suficiente para seguir y contestar la misa en latín. (La forma ordinaria, claro. Y nótese bien que, dentro de ella, latín es a vernácula como la forma ordinaria es a la extraordinaria: la básica y preferible). Si esto se cumpliera, los fieles estarían de paso muy preparados para seguir la misa antigua y para apreciar la unidad entre las dos.
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