lunes, 6 de octubre de 2008

El Credo hecho oración

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No voy a predicaros un largo sermón, queridos jóvenes, ni voy a deciros nada que no hayáis oído decir muchas veces a vuestros superiores1. Pues sé muy bien que os encontráis en muy buenas manos, y sé también que sus enseñanzas os llegan con mayor fuerza de la que podéis encontrar en las palabras de un extraño.

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Si yo estoy aquí hablando con vosotros, es porque hace poco he estado con el Santo Padre y soy, en cierto sentido, su representante2, por lo que en los años venideros podréis recordar que hoy me habéis visto y me habéis oído hablar e su nombre, y podréis recordarlo para vuestro provecho.

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Como sabéis, hoy se celebra la festividad del Santo Rosario, y quiero compartir con vosotros algunos pensamientos sobre este tema.

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Y sabéis cómo nació esta devoción. Sabéis cómo en una época en la que se había extendido mucho la herejía y en la que se había aliado con ella la capciosidad (que es de gran ayuda a la incredulidad para combatir la religión), Dios inspiró a Santo Domingo para que crease y difundiese esta devoción. Una devoción que parece muy sencilla y muy fácil, pero vosotros sabéis cómo Dios elige las cosas pequeñas de este mundo para humillar a los grandes. Evidentemente era una devoción, sobre todo, para los pobres y sencillos, pero no sólo para ellos, porque (como lo sabe bien quien la practica) en ella se encuentra tal dulzura y tal consuelo, que no es fácil encontrarlos en otra parte. Es difícil conocer a Dios con solas nuestras fuerzas, pues es el Incomprensible. De todas formas, en cierto modo podemos llegar a conocerlo, y de hecho también entre los paganos hubo algunos que descubrieron muchas verdades sobre Dios, aunque luego les resultó difícil adecuar su vida a lo que habían conocido acerca de Él.

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Por eso, en Su Misericordia, ha querido revelársenos, viniendo a vivir entre nosotros y ser uno de nosotros, con todas las relaciones y características propias del ser humano, par conquistarnos. Bajó del Cielo, vivió entre nosotros y murió por nosotros.

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Todas estas ideas están contenidas ya en el Credo, en que se encierran todas las verdades que Él nos ha revelado sobre sí. Pero la gran fuerza del Rosario consiste precisamente en esto: en que convierte el Credo en oración. Es cierto que también el Credo es, en cierto sentido, una oración y un gran acto de homenaje a nuestro Dios. Pero el Rosario ofrece a nuestra meditación las grandes verdades referidas a la Vida y a la Muerte de Cristo, y las acerca a nuestro corazón. Y de esa manera, podemos contemplar los grandes misterios de Su Vida y de Su Nacimiento en el pesebre, y los misterios de Sus Sufrimientos y de Su Vida en la Gloria.

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Pero también los cristianos, a pesar de todo lo que saben acerca de Dios, albergan respecto a Él más temor que amor, y la peculiaridad del Rosario consiste precisamente en la visión tan peculiar que nos ofrece de esos misterios, pues todos nuestro pensamientos sobre el Señor se entremezclan con los pensamientos sobre Su Madre, y en las relaciones que se dan entre Madre e Hijo se nos pone ante los ojos a la Sagrada Familia, aquella familia en cuyo seno vivió el Señor.

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¡Qué cosa tan santa es la familia, incluso desde un punto de vista puramente humano! ¡Pero cuánto más santa es la familia edificada sobre unos vínculos sobrenaturales, y por encima de todas ellas la Familia en la que vivió Dios junto a Su Bendita Madre!

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Esto es lo que más me interesa que recordéis también en el futuro. Porque os iréis al mundo (todos tendréis que ir), e ir al mundo quiere decir dejar a la familia. Y vosotros, queridos jóvenes, no sabéis lo que hoy significa ir al mundo. Vosotros estáis esperando que llegue el día de salir de aquí para meteros en el mundo, y esto os parece algo luminoso y cargado de promesas. No es malo desearlo, pero a la mayoría de las personas que conocen este mundo les parece un mundo plagado de grandes problemas, de decepciones e incluso de miserias. Si a vosotros os ocurriese algo así, buscad una morada segura en la Sagrada Familia, sobre la que os llevan a meditar los Misterios del Rosario.

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Los estudiantes ya conocen la diferencia entre escuela y familia. Con frecuencia oiréis decir a las personas adultas que los años más felices de su vida fueron los que pasaron en los bancos del colegio. Pero vosotros sabéis bien que, cuando esas personas iban al colegio, sus horas más felices eran cuando volvían a sus casas. Lo cual demuestra que en el seno de la familia se disfrutan horas tan felices como no se dan en ninguna otra parte. Por eso, aunque el mundo os demostrase realmente que en él se encuentra lo que soñáis, aunque él os diese todo lo que deseáis, tened siempre en la Sagrada Familia una morada donde encontrar la santidad y la dulzura que no pueden encontrarse en ningún otro lugar.

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Esto es, queridos jóvenes, lo que yo os pido con gran insistencia. Os pido que, cuando os vayáis al mundo, como pronto tendréis que hacer, hagáis de la Sagrada Familia vuestra casa, una casa a la que poder volver desde todos los sufrimientos y los afanes del mundo, y donde encontrar alivio, descanso y refugio. Y esto os lo digo, no como si tuviese que volver a hablaros, no como si yo tuviese alguna autoridad sobre vosotros, sino con la autoridad del Santo Padre, a quien represento, y con la esperanza de que el día de mañana os acordaréis de que estuve entre vosotros y os lo dije.

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Y cuando hablo de la Sagrada Familia, no me refiero sólo a Cristo y a la Virgen, sino también a San José, pues, lo mismo que no podemos separar a Cristo de Su Madre, tampoco podemos separar de ellos dos a San José: ¿pues quién, sino él, fue Su Protector durante la primera parte de la Vida de Cristo? Y junto a San José, tenemos que incluir también a Santa Isabel y a San Juan, a los que con total naturalidad vemos unidos a la Sagrada Familia: pues cuando leemos sobre ellos, los encontramos juntos y juntos los vemos representados en los cuadros.

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Queridos jóvenes, ojalá que durante toda vuestra vida encontréis una casa en la Sagrada Familia, la casa de Jesús y de Su Madre, la casa de San José, de Santa Isabel y de San Juan.

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1 El Cardenal Newman pronunció este sermón del domingo 7 de octubre de 1879, a los jóvenes del Oscott College de Birmingham.

2 Cinco años antes, Newman había sido elevado en Roma a la dignidad cardenalicia por el Papa León XIII. Al volver a Inglaterra, fue recibido con honores por muchos grupos e instituciones, y con esa ocasión pronunció muchos discursos de agradecimiento.

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Fuente: “Sayings of Cardinal Newman”

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