La primera parte se encuentra aquí
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Así, por primera vez desde el inicio del pontificado, Juan Pablo II, aunque ya estaba de regreso en el Vaticano, no pudo presidir los ritos del Triduo pascual. El Viernes Santo quiso seguir el Vía Crucis en el Coliseo desde una pantalla de televisión instalada en su capilla privada. En la decimocuarta estación tomó el crucifijo entre sus manos, como para unir su rostro al de Jesucristo, su sufrimiento al del Hijo de Dios muerto en la cruz.
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Sentía que ya estaba llegando el momento, que el Señor le llamaba…
En Pascua, el Santo Padre quería, al menos, impartir la bendición “Urbi et Orbi”. Se había preparado con mucho cuidado, antes de la ceremonia había repetido la fórmula, todo parecía ir bien. Pero luego, apenas terminó el discurso leído en la plaza por el Cardenal Sodano, el Papa, que estaba en la ventana, se quedó como bloqueado. Quizá fuera por la emoción, quizá por el sufrimiento, pero no consiguió impartir la bendición. Susurró: “No tengo voz” y, siempre en silencio, hizo una triple señal de la cruz, saludó a la multitud y dio a entender con la mirada que deseaba regresar dentro.
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Estaba muy afectado, entristecido, y, al mismo tiempo, como exhausto por el esfuerzo que había intentado inútilmente hacer. La gente, abajo, estaba conmovida, le aplaudía, le llamaba, pero él sentía todo el peso de aquel gesto de impotencia, de dolor. Me miró a los ojos: “Es mejor que me muera si no puedo cumplir la misión que se me ha encomendado”. Intenté replicar, pero él añadió: “Sea hecha tu voluntad… Totus tuus”. No eran palabras de desesperación, sino de sometimiento a la voluntad divina.
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Al día siguiente, hacia las once, estaba en la capilla para la celebración de la Misa. De repente, su cuerpo se vio sacudido como si algo le hubiese estallado dentro. Tenía cuarenta grados de fiebre. Los médicos diagnosticaron en el acto que se trataba de un gravísimo shock séptico con colapso cardiocirculatorio, debido a una infección de las vías urinarias. Esta vez, sin embargo, nada de hospitalización. Le recordé al doctor Buzzonetti el firme deseo del Papa de no volver más a la clínica. Quería sufrir y morir en su casa, cerca de la tumba de San Pedro. Y, en su casa, los médicos podían efectuarle perfectamente las curas precisas.
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Juan Pablo II ya estaba en su habitación. En la pared frente a la cama, un cuadro de Cristo sufriente, atado con cuerdas. Una imagen de la Virgen de Czestochowa. Y, sobre una mesita, la foto de sus padres. Al finalizar la Misa, celebrada allí, nos acercamos todos a besar sus manos. “Stasiu”, me dijo, acariciándome la cabeza. Luego, las monjas de la casa, a las que llamó una a una por su nombre, y, por último, los médicos, los enfermeros.
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El viernes fue una jornada de oración: la Misa, el Vía Crucis, la hora tercera del oficio divino, y algunos fragmentos de las Escrituras leídos por otro gran amigo de Karol Wojtyla, el padre Tadeusz Styczen. El estado general era extremadamente grave. El Papa apenas si conseguía, con dificultad, pronunciar algunas sílabas.
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Ya hemos llegado al 2 de abril, un sábado. Me gustaría poder recordarlo realmente todo.
En la habitación se respiraba una gran serenidad. El Santo Padre bendijo las coronas destinadas a la Virgen de Czestochowa en las Grutas Vaticanas, y otras dos enviadas a Jasna Gora. Luego se despidió de sus más estrechos colaboradores, cardenales, monseñores de la Secretaría de Estado, responsables de oficinas, y quiso saludar a Francesco, encargado de la limpieza del apartamento.
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Todavía estaba plenamente consciente porque, aun expresándose con dificultad, pidió que le leyeran el Evangelio de San Juan. No fue una sugerencia nuestra, lo solicitó él. También el último día, como había hecho durante toda su vida, quería alimentarse de las Sagradas Escrituras.
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El Padre Styczen empezó a leer el Evangelio de San Juan, un capítulo tras otro. Leyó nueve. En el libro quedará marcado para siempre el punto en que se interrumpió la lectura: el punto, también, en que concluyó su vida.
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En el momento extremo, el Santo Padre volvió a ser el que siempre había sido fundamentalmente, un hombre de oración. Era un hombre de Dios, un hombre en íntima comunión con Dios, y la oración era, incesantemente, como los “cimientos” de su vida. Cuando tenía que reunirse con alguien, o tomar una decisión importante, escribir un documento, hacer un viaje, antes se dirigía a Dios. Antes, rezaba.
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También aquel día, antes de emprender el último gran viaje, también aquel día recitó, con la ayuda de los presentes, todas las oraciones cotidianas; hizo la adoración, la meditación, incluso anticipó el oficio de lecturas del domingo.
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En un determinado momento, sor Tobiana “sintió” su mirada; acercó el oído a sus labios y él, con un tono de voz debilísimo, apenas perceptible, dijo: “Dejadme ir con el Señor. La religiosa salió corriendo de la habitación, quería contárnoslo, aunque no dejara de llorar.
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No lo he pensado hasta tiempo después, pero ha sido extraordinario que sus últimas palabras se las haya dicho a una mujer.
Hacia las siete, el Santo Padre entró en coma. La habitación estaba sólo iluminada con una pequeña vela encendida que el propio Papa había bendecido el 2 de febrero, en la fiesta de la Candelaria.
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La Plaza de San Pedro y todas las calles adyacentes se habían ido llenando de gente. La multitud era cada vez más numerosa y, sobre todo, cada vez había más jóvenes. Sus gritos – “¡Juan Pablo!”, “¡Viva el Papa!” – llegaban hasta el tercer piso. Estoy seguro de que él también los oyó. ¡Era imposible no oírlos!
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Ya eran casi las ocho cuando, repentinamente, sentí en mi interior como un imperativo categórico: ¡debía celebrar Misa! Y eso fue lo que hice, junto al cardenal Jaworski, el arzobispo Rylko y dos sacerdotes polacos, Stycen y Mokzycki. Era la Misa prefestiva del Domingo de la Misericordia, una solemnidad muy querida por el Papa. El Evangelio seguía siendo el de San Juan: “Se presentó Jesús en medio de los discípulos y les dijo: «La paz sea con vosotros». En la Comunión conseguí darle, como viático, algunas gotas de la Sangre preciosísima de Jesús.
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Eran las 21:37. Ya nos habíamos dado cuenta de que el Santo Padre había dejado de respirar. Pero sólo en ese preciso instante “vimos” en el monitor que su gran corazón, después de latir un poco más, se había parado.
El doctor Buzzonetti se inclinó sobre él y, sin levantar apenas la mirada, murmuró: “Ha pasado a la casa del Señor”:
Mientras tanto, alguien había detenido las manecillas del reloj en esa hora exacta.
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Nosotros, como respondiendo a una decisión tomada al unísono, empezamos a cantar el tedeum. No el réquiem, porque no era un luto, sino el tedeum, para dar gracias a Dios por el don que nos había dado, el don de la persona del Santo Padre, de Karol Wojtyla.
Llorábamos. ¿Cómo no íbamos a llorar? Eran lágrimas de dolor y, al mismo tiempo, de alegría. Fue entonces cuando se encendieron las luces de la casa.
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Luego, no recuerdo nada más. Era como si hubiese descendido una oscuridad repentina. Una oscuridad que estaba sobre mí y dentro de mí. Sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero era como si, después, no pudiese aceptarlo. O como si no pudiese entenderlo. Me ponía en las manos del Señor, pero apenas pensaba que mi corazón ya estaba sereno, la oscuridad volvía a descender de golpe…
Hasta que llegó el momento de la despedida.
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Cuánta gente había. Cuánta gente importante llegaba desde muy lejos. Pero, sobre todo, estaba su pueblo. Estaban los jóvenes. Estaban aquellos letreros, tan significativos y tan fervientes. En la Plaza de San Pedro había una luz inmensa. Fue entonces cuando la luz regresó también a mi interior.
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Al acabar la homilía, el cardenal Ratzinger hizo una señal en dirección a la ventana, y nos dijo que seguramente él estaba allí, mirándonos, bendiciéndonos. Yo también me di la vuelta, no pude evitar dármela, pero no tuve valor para mirar hacia arriba.
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Al final, cuando llegaron al recinto sagrado, los anderos que llevaban el ataúd lo giraron lentamente. Como para permitirle una última mirada hacia su plaza. La despedida definitiva de los hombres, del mundo.
¿Pero también de mí?
No, de mí no. En aquel momento no pensaba en mí mismo.
Lo he vivido junto a todos los demás. Todos estaban impresionados, turbados. Pero para mí era algo que no podré olvidar jamás.
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Mientras, el cortejo fúnebre ya estaba entrando en la basílica, tenían que bajar el ataúd a la tumba.
Y ha sido entonces, justo entonces, cuando he empezado a pensar…
Lo he acompañado durante casi cuarenta años, doce en Cracovia, luego veintisiete en Roma. He estado siempre con él, junto a él.
Ahora, en el momento de la muerte, se ha ido solo.
Lo he acompañado siempre, pero de aquí se ha ido solo. Y este hecho, no haberle podido acompañar, me ha impresionado profundamente.
Sí, lo sé, no nos ha dejado. Aún sentimos su presencia, las numerosas gracias obtenidas a través de él. Y, además, yo le he acompañado hasta este punto de la Iglesia.
Pero de aquí se ha ido solo.
¿Y ahora? ¿Quién le acompaña en la otra orilla?
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Fuente: "Una vida con Karol" de Stanislao Dziwisz
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2 Comentarios:
Recuerdo perfectamente el momento del fallecimiento del Santo Padre. Yo estaba en casa (vivo en Madrid), charlando con mi mujer a solas, después de acostar a los niños. Algo ocurrió, no sabría decir qué, pero en aquel momento fuí consciente de que Juan Pablo II iniciaba su último viaje. Se lo dije a mi mujer: el Papa acaba de morir ... encendimos el televisor y, efectivamente, en unos minutos dieron la noticia: hacía unos diez minutos que los hechos aquí narrados se habían producido.
Gracias por compartir lo que has vivido aquel día tan especial para toda la Iglesia y para cada uno de sus miembros.
Pienso que precisamente Benedicto XVI se hizo un poco intérprete de todos al decir en su primera homilía como Sumo Pontífice:
"¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios....".
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