jueves, 24 de julio de 2008

Esa pintura en blanco y negro...

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Corría el año 1966. Hacía pocos meses que el Concilio Vaticano II había sido clausurado, y uno de los teólogos que había asistido, el Padre Joseph Ratzinger, concluía la redacción de un pequeño libro, con este epílogo:

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Para hacer un balance del Concilio sería menester escribir un libro aparte, por no mencionar que el intentarlo parecería un tanto prematuro.

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Tal balance debería discurrir sobre los resultados escritos, lo mismo que los no escritos, del Concilio y cotejarlos con la expectación y las esperanzas como también con los verdaderos fines, posibilidades y tareas del Concilio y de la Iglesia en nuestro tiempo. Debería considerar, sobre todo, que el Concilio no quiso en lo esencial más que tratar las grandes líneas, mientras que la aplicación práctica ha de venir en forma de “directorios”, quedando, en parte, reservada a las conferencias episcopales.

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Esta es la razón por la que, respecto de las concretas cuestiones individuales, los resultados del Concilio aparecen a menudo como un poco magros. Pero por lo que al resultado general se refiere, bastará señalar la conclusión que en la Conferencia Alemana Conciliar sacó el 2 de diciembre de 1965 el exégeta de Basilea Oscar Cullmann. Tras un prolijo análisis de los hechos declaró que para él, echando una mirada retrospectiva, “considerando el conjunto, las esperanzas, en cuanto no eran ilusiones, y prescindiendo de puntos aislados, se cumplieron y fueron, en más de un aspecto, hasta superadas”.

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Terminaremos estas reflexiones con una breve observación acerca de la actual situación de la Iglesia y del cristiano que de ella forma parte. Donde quiera que se valora el Concilio positivamente recogiendo con alegría su irradiación propulsora, se desliza casi siempre inadvertidamente también una cierta injusticia.

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Al decir esto no pienso tanto en que aquí y acullá (y, acaso, no pocas veces) se confunde renovación con dilución y abaratamiento del conjunto; que en algunos casos uno se refugia en la euforia de la creación litúrgica eludiendo así la exigencia mucho más profunda del culto y menoscabando y desacreditando el gran anhelo de una auténtica reforma; que algunos parecen preguntar no tanto por la verdad cuanto por la modernidad, a la que aparentan considerar como norma suficiente de toda acción. Todos estos son peligros muy reales y el salirles al paso no es cosa para dejarla en manos de los integralistas y adversarios de toda innovación, como acertadamente observó Cullmann en la ya citada conferencia de prensa.

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Pero con lo insinuado más arriba pienso yo en algo mucho menos llamativo: en esa pintura en blanco y negro a que un balance positivo del Concilio conduce casi inevitablemente, por cuanto hace visible el progreso logrado por el Concilio haciendo contrastar lo obtenido con el estado anterior, tanto menos satisfactorio, de la Iglesia preconciliar. Hoy hasta se puede ya escuchar algunas veces quejas de ciertos fieles que declaran estar hartos de escuchar unos sermones que proceden estereotipadamente según el esquema: “Se os dijo… pero yo os digo…”

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Creo, en efecto, cosa importante, sin perjuicio de toda la euforia por la obra reformadora del Concilio, no pasar por alto esa cierta dosis de injusticia ni aquel dejo de fariseísmo que tan fácilmente se infiltran en esta actitud. Ciertamente, el Concilio nos ha hecho consciente hasta qué punto la Iglesia en una nueva situación había realmente menester de una renovación intrínseca. Mas no por esto debe echarse al olvido que la Iglesia en todo momento siguió siendo Iglesia y que siempre también se pudo hallar en ella el camino del Evangelio, y de hecho se halló.

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Permítaseme una observación enteramente personal que, posiblemente, pueda volver más claro este pensamiento. Era el otoño de 1959, cuando en la obra colectiva dirigida por Friedrich Heiler sobre las religiones del mundo leí también la apreciación de la Iglesia Católica, redactada por Heiler mismo. La misma concluye con la indicación del autor, católico él mismo en otros tiempos, que pese a todo el lastre del pasado y toda la controvertibilidad de los dogmas y métodos de esta iglesia (tal como la ve Heiler), hay que decir que “muchos millones de hombres consideran a la iglesia romana como una madre espiritual, en cuyo seno se saben amparados en la vida y en la muerte”.

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Si esta palabra me tocó por entonces en lo más profundo, fue porque poco antes había podido y debido ser testigo del morir cristiano, habiendo experimentado en mí mismo cuánta verdad en ello se expresa y cuán grande y pura también en aquel entonces era el amparo que la Iglesia prestaba en la vida y en la muerte. El no olvidar este hecho me parece de importancia decisiva también, y sobre todo, en el tiempo postconciliar. [Nota: En agosto de 1959 falleció el padre de Joseph Ratzinger]

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En última instancia, sea en tiempos tristes sea en épocas grandes, la Igleisa vive esencialmente de la fe de quienes son de sencillo corazón, tal como Israel vivía en virtud de ellos durante los tiempos en que el legalismo de los fariseos y el liberalismo de los saduceos desfiguraban la faz del pueblo elegido. Israel siguió viviendo en los que tenían el corazón sencillo. Fueron ellos quienes transmitieron la antorcha de la esperanza al Nuevo Testamento y sus nombres son los últimos del antiguo pueblo de Dios, a la vez que los primeros del nuevo: Zacarías, Isabel, José, María.

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La fe de aquellos que son de corazón sencillo es el más precioso tesoro de la Iglesia; servirle y vivirlo en sí mismo, es la tarea suprema de toda reforma de la Iglesia.

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Joseph Ratzinger, “La Iglesia en el mundo de hoy”

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5 Comentarios:

Anónimo ha dicho

En mi modesta opinión el balance del concilio es francamente malo.
No hay palabras por edulcoradas que sean que engañene al respecto.
Efectivamente, el desorden disciplinario y doctrinario formalizado luego del Concilio Vaticano II, que viene trabajándose desde el s. XIX, por varias causas, muchas justas y otras injustas, ha traido la más grande confusión , y lo que es peor, inversión de la verdad por el error en la feligresía. Se trata verdaderamente de un proceso entrópico (ley de la termodinámica, aplicable a todo cuerpo que genera energía).


Sin embargo, efectivamente parece que hay un intento de Roma de hacer retroceder el nivel de desorden que campea (nivel de entropía).



Si se aceptó con ese Concilio la diversidad de puntos de vista, el dialogo de la verdad con el error, etc., era natural que creciera el nivel de desorden (entropía) del cuerpo y doctrina eclesial.

Al mezclarse cuerpos o ideas diferentes en el mismo recipiente (la Iglesia), al principio lógicamente se produce un desorden que a la larga tiende a equilibrarse logrando una nueva homogeneidad.


Pero, naturalmente confiar en que las cosas volverán como al inicio es francamente iluso, por cuanto el componente de esta nueva homogeneidad es distinto a cada uno de los cuerpos originales que se mezclaron.



En otras palabras, para que la Tradición de la Iglesia recupere el lugar debido no debe confiarse en el mero retroceso del actual desorden debido a ciertos pronunciamentos o actos del Papa y alguna jerarquía, e incluso instrucciones jamás integramente acatadas debido justamente al mismo desorden, sino que la lucha por este fin debe ser activa e intensificada de manera de separar nuevamente los componentes distintos y así revertir el proceso entrópico. Así todo, y por lo anterior, es imposible que se vuelva completamente al molde original (pre conciliar) (piense en todos los procesos historicos y físicos en la naturaleza).

Ahora, desde el punto de vista práctico, creo que sólo nos queda trabajar por la Iglesia desde nuestros modestos puestos, mostrando santidad en nuestras vidas, y siempre con infinita modestia y caridad. Y así, si vivimos santamente, se sabrá tácitamente que ello es fruto de las viejas prácticas sacramentales y de oración, y estas se expanderán, aunque muy de a poco a nuestros projimos.

Más no se puede hacer.


» Gustavo

Anónimo ha dicho

Me parece que tal desorden obedece a una mala interpretación y aplicación del Concilio y no al Concilio en si mismo. Espero que tras comprobar los nefastos frutos de esa pésima aplicación e interpretación se vuelva a la ortodoxia de la doctrina, sobre todo, en lo referente a la liturgia tan deformada y ultrajada.

Anónimo ha dicho

Estimado anónimo:
Las interpretaciones surgen cuando las normas son poco claras, o vagas. O, cuando se permite la interperatción para un lado u otro.
Nadie interpreta mal 2+2=4.
Hasta antes del Concilio no había interpretaciones, pues las normas de la Iglesia, doctrinales, liturgicas y disciplinarias eran sumamente claras.
Por ello, hasta la clausura del concilio incluso aquellos que las detesteban las cumplían (de ahí el contraste abrupto entre la situación liturgica, y disciplinaria inmediatamente antes e inmediatamente después del Concilio).
Pero, además, hay muchos libros serios que indican la mala fe de muchos padres conciliares durante el Concilio, que lo guiaron ex profeso hacia el modernismo actual (tal vez de buena fe).
Uno de los libros serios es el de Ralph M. Wiltgen S.V.D. (Sacerdote Verbo divinino en nada sospechoso de integrismo: The Rhine flows into the Tiber (Hawthorn Books Inc., New York, 1967), traducido a varios idiomas (vers. castellana: El Rhin desemboca en el Tiber, Criterio Libros, 1999), toma como eje central de su argumentación la afectación vital del transcurso y resultado del Vaticano II por la nouvelle theologie francesa (Loisy, Houtin, Blondel, Chenu, Congar, Lubac, Teilhard de Chardin, etc.) y por la teología alemana (Frohschammer, Schnitzer, Koch, Wittig, Hehn, Rahner, etc.), haciendo hincapié en que la herejía modernista, también en lo religioso condenada reiteradamente desde Pio X hasta Pio XII, toma su inspiración de principio en la doctrina luterana del libre examen, el agnosticismo de Kant, el naturalismo de Herder, la religión inmanente y sentimental de Schleiermacher, ect., culminando en una demoledora crítica racionalista-historicista-evolucionista de la Verdad Revelada, donde el dogma queda descalificado de mero símbolo cambiante de una verdad religiosa inaprehensible (ver tb. el protestante modernista Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, 3 vol. 1886, 1900, 1910). También Maeztu, gran conocedor de la cultura intelectual alemana, vió con claridad que “la fe sin límites en el espíritu del hombre ha sido causa y ocasión en Alemania de toda clase de herejías, que casi siempre han consistido en hipostasiar alguno de los aspectos de la vida o la vida misma, y subsumirle todo lo restante” (en: Defensa del Espíritu, Rialp, 1958, p.197).”
Saludos,
Gustavo

Anónimo ha dicho

Aclaro comentario anterior:
Muchos padres conciliares de mala fe guiaron al Concilio a que como su resultado, la Iglesia desembocara en el actual modernismo. Ello por sus métodos de acción y doctrina modernista,
imponiéndose con malas artes a los demás padres de correcta doctrina, de los cuales la mayoría no se dio cuenta para donde iba la cosa, y los que sí se dieron cuenta fueron acallados sin contemplaciones (acordarse del caso Ottavianni, a vía de ejemplo). Lo que quizás fue de buena fe es creyeron que este resultado era bueno para la Iglesia y debía conseguirse como fuera.
Gustavo

Antonio ha dicho

"Ahora, desde el punto de vista práctico, creo que sólo nos queda trabajar por la Iglesia desde nuestros modestos puestos, mostrando santidad en nuestras vidas, y siempre con infinita modestia y caridad".

Gustavo, me gusta esto que dices, pero le quiero agregar lo del tal Heiler: yo me sé y me siento uno de esos que consideran a la Iglesia "madre espiritual", y pido a Dios la gracia inefable de permanecer en esta, Su Iglesia, en la vida y en la muerte.
Siempre será mucho más lo que la Iglesia nos da a nosotros, sus hijos, que lo que nosotros podamos hacer por ella.